RUNAS VIKINGAS EN LA ZONA DEL AMAMBAY - PARAGUAY. |
Era ésta la época de las grandes expediciones marítimas de los "Reyes del Mar". Cada verano, los vikingos abandonaban sus tierras estériles, se
lanzaban por el Atlántico, entraban en los ríos de la Europa occidental y
tomaban por asalto sus ricas ciudades que saqueaban sin piedad.
Preferían, sin embargo, cuando podían, establecerse de modo permanente
en los territorios conquistados por las armas o conseguidos por tratado y
convertirlos en sus feudos. Irlanda, Escocia, Normandía y buena parte
de Inglaterra estaban sometidas a su autoridad. Por ello, para la guerra
y el comercio, los drakkares surcaban los mares del Occidente.
Eran barcos muy marineros, pero a los cuales su vela cuadrada sólo permitía maniobras limitadas. A menudo las grandes tempestades del Norte los llevaban muy adentro en
el océano y los grandes descubrimientos que nos relatan las sagas, los
de Islandia, de Groenlandia y de Vinlandia - la Nueva Inglaterra de hoy -
fueron él resultado inesperado de desvíos involuntarios. Tenemos
derecho a pensar que fue por la misma razón que Ullman se encontró, un
buen día, en las costas de México.
La América Central y la
América del Sur sólo nos ha llegado, en efecto, a través de los relatos
míticos e incompletos que recogieron, de boca de indios cultos, los
cronistas españoles de la época de la Conquista, algunos de los cuales,
como el obispo Diego de Landa, acababan de encarnizarse en quemar los
libros mexicanos que, ellos sí, eran muy precisos.
De lo que
podemos estar seguros, es que los indios quedaron mucho más
impresionados por los barcos de los vikingos que por la apariencia
física de estos últimos. Ya habían visto a otros blancos, unos monjes
irlandeses que llamaban papar, a la Triada escandinava, verosímilmente llegados de Huitramannalandia, o Gran Irlanda, territorio situado al norte de la Florida.
Por el contrario, los drakkares de proa delgada, cuyos flancos
cubiertos de escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela
movediza parecía palpitar con el viento, les habrán parecido animales
fabulosos. Tal vez sea ésta la razón por la cual Ullman entró en la
historia mexicana con el nombre de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada.
Corridos por el clima cálido y húmedo que les resultaba insoportable y,
por otro lado, sedientos de descubrimientos, los vikingos no tardaron
mucho en abandonar las tierras bajas de la costa para ir a instalarse en
la meseta del Anáhuac.
Allí, impusieron su autoridad a los
toltecas, una Tribu nahuatl. Quetzalcóatl fue su quinto rey. Dio leyes a
los indígenas, los convirtió a su religión y les enseñó las artes de la
agricultura y la metalurgia.
Unos veinte años después de su
desembarco en Panuco, Ullman fue llamado al Yucatán por una tribu maya,
los itzáes, que, traduciendo su apodo, lo llamaron Kukulkán. Sólo
permaneció dos años en la provincia meridional de México donde encontró,
sin embargo, el tiempo de fundar, sobre las ruinas de una aldea
preexistente, la ciudad de Chichén-Itzá y de visitar las regiones
vecinas donde se lo obligó a retomar el camino del Anáhuac.
Una
desagradable sorpresa lo esperaba allá: parte de los vikingos que había
desoído las órdenes de uno de sus lugartenientes se habían casado,
durante su ausencia, con indias y ya habían nacido numerosos niños
mestizos. Furioso pero impotente, Ullman abandonó México.
Con sus
compañeros leales, se hizo a la mar en el punto en que había
desembarcado veintidós años antes. Reencontramos los rastros de los
vikingos en Venezuela y en Colombia, que cruzaron lentamente. Llegaron
así a la costa del Pacífico donde reembarcaron, a las órdenes de un
nuevo jefe que parece haberse llamado Heilamp - Pedazo de Patria, en
norrés - en botes de piel de lobo marino, para ir a fundar, más al sur,
el reino de Quito y, luego, hacia mediados del siglo XI, el imperio de
Tiahuanacu.
Ignoramos el nombre del Jarl que los mandaba cuando
llegaron a la altura del puerto actual de Arica y subieron al Altiplano
del Perú. Las tradiciones indígenas lo llamaban, en efecto, en un danés
apenas deformado, Huirakocha, "Dios Blanco".
Pues, en Sudamérica
como en México, los indios no tardaron en divinizar a sus héroes
civilizadores respectivos, aunque los habían tratado tan mal durante su
vida.
Los vikingos reinaron durante casi doscientos cincuenta
años en las regiones que constituyen hoy Bolivia y el Perú. Hacia 1290,
sin embargo, fueron atacados por fuerzas diaguitas llegadas de Coquimbo
(Chile) a las órdenes del cacique Cari. Vencidos en sucesivas batallas,
los blancos perdieron su capital, Tiahuanacu, y se refugiaron en la isla
del Sol, en medio del Titicaca. Los indios los persiguieron hasta allá y
la suerte de las armas fue, una vez más, desfavorable para el heredero
de Huirakocha.
La mayor parte de sus compañeros fueron degollados por los vencedores. El mismo logró huir con algunos hombres.
Subió a lo largo de la costa hasta el actual Puerto View en el Ecuador,
construyó balsas y se fue hacia las islas oceánicas. Otros daneses
lograron refugiarse en la montaña donde rehicieron sus fuerzas con la
ayuda de tribus leales, y más tarde, bajaron hacia el Cuzco donde
fundaron el imperio incaico. Unos pequeños grupos, por fin, se
escondieron en la selva oriental donde iban a degenerar lentamente.
Todo eso, lo probamos, sobre la base de los datos que nos suministran
las tradiciones indígenas, la antropología, la teología, la filosofía,
la cosmografía, la arqueología, la etnología y la sociología, en El Gran
Viaje del Dios-Sol.
Pero no nos íbamos a detener en tan buen camino. Queríamos pruebas materiales, tangibles, indiscutibles.
Las encontramos.
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